Leon Hunter

¿Cuánto vale el trabajo de un traductor?

¿Cuánto vale el trabajo de un traductor?

¿Cuánto vale el trabajo de un traductor?

¿Te has preguntado alguna vez qué valor tiene tu actividad profesional? ¿Cuánto vale tu tiempo como traductor, corrector o intérprete? ¿Y los conocimientos y la experiencia que has adquirido?

Los traductores autónomos (y, probablemente, también los correctores) solemos preguntárnoslo con mucha frecuencia, por no decir a diario. Somos un colectivo profesional que, siempre que podemos, hacemos ruido en lo referente a tarifas, tiempos y condiciones de trabajo. La razón de este carácter reivindicativo tan generalizado se debe a la falta de consideración social y profesional que sufrimos, aunque bien es cierto que hay ciertos puestos de traducción (no freelance) que están bien pagados y gozan de ese reconocimiento social que tanto anhelamos los freelance. Leon Hunter habló de ello hace ya algún tiempo: Traductores ricos, traductores pobres.

Dedicamos gran parte de nuestras energías a justificar nuestra labor ante el cliente, una agencia, nuestros amigos, la familia e incluso ¡ante nuestros vecinos! Es como si el trabajo que realizamos no fuera muy serio y no pudiera considerarse una forma de ganarse la vida. Y es que es probable que se desconozca cuánto puede llegar a contribuir la actividad lingüística al bienestar general de la sociedad.

No se trata de una cuestión que esté tratando yo hoy aquí por primera vez. Ya en 2013 Scheherezade Surià mencionaba en su  entrada Por qué la traducción importa el artículo que Nataly Kelly publicó en 2012, 10 Ways Translation Shapes Your Life. En él precisamente se hace referencia a cómo la traducción contribuye al buen funcionamiento de la sociedad. Al fin y al cabo, hablamos de una actividad transversal, necesaria en todos los ámbitos:

  • En la medicina con los intérpretes telefónicos, gracias a los que tanto médicos como pacientes pueden comunicarse y el facultativo realizar un diagnóstico, que muchas veces, salva vidas.
  • En política, pues traductores e intérpretes ejercen en numerosas ocasiones de mediadores culturales para evitar confusiones y malos entendidos;
  • En la cultura. ¡Qué sería de la cultura sin la traducción! Solo accederían a determinadas obras aquellos que conocieran su idioma de origen;
  • En el ámbito jurídico, con intérpretes y traductores que facilitan juicios, la firma de contratos y otros documentos indispensables que regulan el buen funcionamiento de la sociedad;
  • En la economía. En un mercado globalizado, donde los productos se fabrican a miles de kilómetros de donde se diseñan, la traducción, y añado la corrección, se hacen indispensables. Los técnicos de cualquier compañía (tengo la suerte de tener a dos cerca y lo sé de buena tinta) no siempre tienen conocimientos del idioma del fabricante de la pieza con la que están trabajando (en el caso de Europa, es muy común encontrar información técnica en alemán, inglés o incluso italiano). Esto hace que disponer de las especificaciones de un producto, una pieza o un software en el idioma local sea imprescindible, claro, si lo que se pretende es que el técnico sepa montar o reparar una pieza o instalar un nuevo software.

Se escribe y se ha escrito mucho sobre las tarifas de traducción, cuestión muy necesaria para que los recién llegados puedan tener una referencia sobre la que construir su carrera y dar sus primeros pasos. Un ejemplo de ello, es el blog El Taller del Traductor, donde se puede encontrar información sobre qué estrategias plantearse para determinar las tarifas cuando eres un traductor autónomo. Sin embargo, con este artículo quiero ir más allá y no solo hablar del valor económico que tiene nuestro trabajo, sino del valor global, de la consideración por el tiempo que dedica un traductor a pasar miles de palabras de un idioma a otro, por el que le ha llevado adquirir todos los conocimientos que esa actividad requiere y por los años que ha dedicado a construir su experiencia. Es lo que yo denomino valor total de una traducción (que también aplica a las demás actividades profesionales): coste económico del producto o servicio + tiempo de dedicación + conocimientos sobre la materia en cuestión + experiencia vital y profesional. ¿Acaso esto se tiene en cuenta?

Actualmente, estoy trabajando con mi buen amigo Óscar Howell (escritor, investigador, emprendedor y traductor) en la traducción de una obra de no ficción de principios del siglo XX. Hace unos días hablábamos de lo complicado del texto en el que estamos inmersos y él me comentaba lo mucho que reconocía el tiempo que hay que dedicarle a cada párrafo, el esfuerzo intelectual y la capacidad de concentración que requiere una obra así. Justo a esto me refiero, a todas las variables implicadas en la traducción de un texto. Los que ya peinamos alguna cana insistimos en que traducir no es pasar palabras de una lengua a otra, sino recrear un texto. Por este motivo, los conocimientos, el bagaje profesional y vital del traductor son tan importantes. Y no olvidemos la red de contactos, que es la que le permite al traductor «ser especialista» de muchas disciplinas. No obstante, por desgracia, todos sabemos que la realidad no tiene en cuenta todos estos factores: ni en traducción ni en corrección.

Últimamente he tenido alguna experiencia, llamémosla incómoda, en la que he sido testigo justo de esta falta de reconocimiento y he tenido que «ponerme en mi sitio». Una vez finalizado un encargo, el cliente en cuestión me pidió un trabajo adicional sobre ese mismo documento. El problema vino cuando dio por hecho que lo haría gratuitamente, sin coste alguno. Es cierto que, en alguna ocasión, hacemos cosas de forma aparentemente altruista como estrategia de fidelización de un cliente. Pero esto no implica que leer un texto, hacer un resumen o revisar una bibliografía no requieran un tiempo y, por tanto, conlleven un coste. La clave para resolver una situación así, en mi caso, fue ser muy transparente y compartir con la persona en cuestión lo que me suponía ese encargo. Cuando se habla desde la honestidad, el mensaje llega.

Es mucho lo que nos jugamos los profesionales que nos decidimos por el emprendimiento, lo sabemos. Muchas veces, desde fuera solo se ven ventajas como la libertad de horarios y no tener jefe. Y ¿Qué hay de las responsabilidades fiscales? ¿Qué hacemos si no nos pagan? ¿Cómo pagamos nosotros? No es esta una queja traductoril, lo sé, pues aplica a todos los autónomos valientes que hay en España y que ponen toda la ilusión en su quehacer, a veces, truncada por la burocracia y las gestiones empresariales. Porque por mucho conocimiento que se tenga de economía, siempre resulta muy incómodo y una pérdida de energía pelear con un cliente por un pago debido.

Me considero una persona positiva. De hecho, quienes hayáis leído mis anteriores artículos observaréis que siempre intento hablar desde el lado positivo de las cosas, desde la luz. En esta ocasión, en cambio, bien sea por la temática o por las últimas experiencias profesionales que he tenido, detectaréis que el tono de mi escrito es más grisáceo. ¡Es que es agotador y desmoralizador! y ¡Claro que nos enfada esta situación!

Pero volvamos a la luz… Coincido con Harold J. Morowitz en que, quienes trabajamos con las ideas y las palabras deberíamos adoptar el optimismo como un imperativo moral. Es el título de un capítulo de su libro La termodinámica de la pizza (Gedisa, 1991), cuya imagen compartió  Xosé Castro hace unos días en su perfil de Twitter y que puedes leer aquí. Es la única manera de seguir adelante: ser realistas, ver las piedras en el camino y aprender a sortearlas.