Leon Hunter

¿Por qué es importante estudiar Latín y Griego?

Latín sobre una pila de libros.

Latín sobre una pila de libros.

«Y eso, ¿para qué sirve?». Esta pregunta es la que muchos estudiantes de las asignaturas de Latín y Griego Clásico tienen que escuchar constantemente. Aunque esto se puede extender a casi cualquier disciplina humanística, la realidad es que los estudios clásicos corren cada vez peor suerte. Los planes educativos conciben las lenguas clásicas como prescindibles —o, como suele decirse en la jerga académica y burocrática, optativas— y esto provoca que, en la práctica, disminuya la oferta estas asignaturas en los centros educativos. 

Hace unos días, varios cientos de personas se manifestaron en Madrid para denunciar la situación casi marginal que sufren tanto los profesores como los estudiantes de clásicas. El problema no es solo de oferta, sino también de demanda. ¿Por qué tan pocos jóvenes deciden estudiar Latín y Griego Clásico en lugar de Economía o Matemáticas? La pregunta conduce irremediablemente a hablar de utilidad. Los estudiantes de niveles medios piensan que estudiar estas asignaturas reduce su abanico de posibilidades laborales, cuando precisamente es al contrario: el estudio de la cultura clásica nos permite entender cómo es nuestra civilización, de dónde venimos y hacia dónde vamos, y, por descontado, nos ofrece una base lingüística esencial para estudiar lenguas modernas.

Y no solo eso, pues también podemos entender el estudio de las lenguas clásicas como la base de otros estudios más específicos. Nadie duda hoy en día de la utilidad de estudiar Derecho, Biología o Medicina; sin embargo, todas estas disciplinas hunden sus raíces en la cultura grecorromana. A partir de los principios y conceptos romanos se han erigido los diferentes sistemas jurídicos europeos. Aún hoy se utilizan multitud de latinismos en Derecho: de iure, de facto, ex nunc, habeas corpus, in dubio pro reo, de visu… El latín no solo es útil para los juristas, sino también para aquellos que se dediquen a alguna de las ramas de la Biología, puesto que los nombres científicos de las distintas especies y subespecies de animales y plantas se escriben en latín, tal y como establecen los códigos internacionales de nomenclatura biológica. A raíz del uso constante que se suele hacer de estos latinismos, algunos lingüistas se preguntan lo siguiente: si el latín es una lengua muerta, ¿por qué seguimos utilizando palabras latinas? La respuesta a esta pregunta queda en el aire.

Con respecto al ámbito de la medicina —de la que nadie duda de su utilidad—, conviene mencionar que muchos de sus términos proceden del latín y del griego. El diccionario de la Academia Nacional de Medicina de Colombia recoge cerca de 3000 términos cuya etimología procede del griego, y en torno a 1500 de procedencia latina. Cualquier médico ha de tener buenos conocimientos en lenguas clásicas, precisamente para entender que el significado de encefalomielitis (del griego ἐγκέφαλος, ‘interior de la cabeza’, ‘encéfalo’; el griego μυελός ‘médula’ y el sufijo –itis, que indica inflamación) es ‘enfermedad inflamatoria del sistema nervioso central’, o que la acromegalia (del griego ἄκρος, ‘extremo’, ‘punta’; y el griego –μεγάλη, ‘tamaño excesivo’) es una anomalía que provoca el crecimiento excesivo de las extremidades. Y una muy fácil: también llamamos cefalea (del griego   κεφαλή ‘cabeza’) al común dolor de cabeza.

También hay palabras de este campo que hemos heredado directamente del latín. Por ejemplo, podemos saber que un infarto es el aumento de tamaño de un órgano enfermo simplemente recurriendo a su etimología. La palabra infarto procede de infartus, participio pasivo del verbo infarcio ‘rellenar’. De igual modo ocurre con la palabra ictus, aunque hoy en día se haya especializado. En sentido estricto, un ictus es ‘golpe’ y por eso hoy llamamos de esa manera a esa enfermedad cerebral que se presenta de manera repentina, como un golpe. Por no hablar de que el médico es, etimológicamente, aquel que nos cuida, pues la palabra procede del verbo latino medeor, adaptado a su vez del griego μεδομαι, que significa ’pensar’, ‘cuidar’ o ‘curar’. Y con la misma raíz tenemos remediar, que es aquel medio que se utiliza para reparar un daño. Como suele decirse, a veces es peor el remedio que la enfermedad, y también esta última procede del latín, concretamente de infirmĭtas, que es la condición del infirmus, es decir, de aquel que no está firme.

Obviar el conocimiento que nos aportan las lenguas clásicas supone renegar no solo de los orígenes de nuestra sociedad, sino también de las bases de las demás disciplinas. Podríamos pensar cuántas de ellas beben de la política, de la filosofía, del teatro, de las matemáticas —indisociables del mundo helénico—, de las obras de ingeniería romanas, de la arquitectura, de la retórica o del Derecho Romano. También podríamos decir que, en parte, el hecho de que escribamos así y no de otra manera se lo debemos al alfabeto latino, que a su vez es una adaptación del griego.

Quizá el mayor legado que nos ofrece el estudio de las lenguas clásicas sea el poder leer a Homero, Platón, Aristóteles, Cicerón, Séneca o Virgilio. No seríamos capaces de entender nuestra cultura y nuestros imaginarios sin la filosofía y la literatura grecolatinas. Decía Alfred North Whitehead, filósofo y matemático inglés, que toda la filosofía occidental es una serie de notas a pie de página de la filosofía platónica. Y tampoco tenemos que olvidarnos del ámbito de las matemáticas: Euclides, Pitágoras, Arquímedes o Tales de Mileto fueron algunos de los matemáticos más conspicuos de la Antigua Grecia. Por eso, en el campo de la matemática (del griego μάθημα ‘conocimiento’, ‘ciencia’) aún hablamos de los teoremas de Tales, Euclides o Pitágoras o del principio de Arquímedes.

El panorama que se dibuja sin los estudios clásicos es desolador, sobre todo para los futuros estudiantes. Muchos de ellos serán incapaces de relacionar palabras tan comunes como odisea, democracia, mito, victoria, política, épica, mundo, música o tragedia —por mencionar tan solo algunas— con sus referentes originales, procedentes del mundo clásico. Tampoco podrán pensar que la historia —como decía Cicerón— es maestra de la vida y testigo de los tiempos (Historia magistra vitae et testis temporum) O que los humanos, mientras enseñamos, también aprendemos (Homines, dum docent, discunt, decía Séneca). El error está en plantear las asignaturas de Latín y Griego Clásico como optativas de la rama de humanidades, y no como los presupuestos elementales de nuestra sociedad, como la base fundamental para la ingeniería, la medicina, el derecho, la filosofía, la matemática o la biología.