Leon Hunter

¿Qué criterios seguimos para aprender una segunda lengua?

¿Qué criterios seguimos para aprender una segunda lengua?

¿Qué criterios seguimos para aprender una segunda lengua?

Cualquier acercamiento a un nuevo idioma acarrea una vinculación con la cultura de una comunidad lingüística. El hecho de aprender italiano, por ejemplo, implica conocer cómo es esa cultura, ya sea a través de la propia lengua o a partir de esta. Las lenguas, en buena medida, son un reflejo de sus hablantes. Sin embargo, en los últimos tiempos asistimos a la conversión de los idiomas en meros productos, como si una lengua se redujera únicamente al diploma que certifica un nivel de competencias u otro. En español tenemos los exámenes DELE, que dan prueba del dominio que un estudiante tenga de nuestra lengua. Lo mismo se puede aplicar al inglés: el Trinity, el TOEFL, el IELTS o los exámenes de Cambridge son buenos ejemplos de los certificados oficiales existentes en dicha lengua. Ahora bien, ¿deberían ser necesarios?

Existen argumentos a favor y en contra de las acreditaciones oficiales de idiomas. Por una parte, resulta útil recurrir a este tipo de diplomas que certifican que, en efecto, se tiene cierto dominio en esa lengua. El estudiante que adquiere tal reconocimiento puede validar cuál es su nivel en un determinado idioma y puede dar cuenta de ello en su currículum, condición sine qua non para poder acceder a un puesto laboral. En lo que concierne a este ámbito, sin duda, los certificados de idiomas son útiles y necesarios. Sin embargo, bien podría pensarse que la única forma real de demostrar el dominio de una lengua es usándola. En innumerables ofertas de empleo se exige tener un mínimo nivel en determinados idiomas para poder acceder a dicha oferta. Quien no acredite en el currículum que tiene unas determinadas competencias no tiene la oportunidad, ni tan siquiera, de ser entrevistado.

Ahora bien, como se suele decir: «hecha la ley, hecha la trampa». No es difícil encontrar en internet diferentes consejos para falsificar títulos de idiomas o, más aún, comprar certificados oficiales correspondientes a algunas instituciones anteriormente mencionadas. El motivo por el que se recurre a estas tretas tiene que ver, precisamente, con la consideración de que los idiomas se reducen a simples exámenes que, de aprobarlos, se traducen en papeles que certifican que se conoce dicho idioma. La cultura de la comunidad lingüística puede dar igual —y, de hecho, da—, puesto que el máximo objetivo es lograr el título. El título —o, mutatis mutandis, la lengua— es el puente que permite el acceso a un puesto de trabajo, a una oposición o a un Erasmus, por citar algunos ejemplos.

La reducción de las lenguas a títulos no es una cuestión baladí desde una perspectiva lingüística. Resulta evidente que, para que una lengua tenga instituciones interesadas en evaluar a sus estudiantes extranjeros, primero debe haber una gran demanda. Esa demanda no se genera de forma espontánea, puesto que tiene que haber un buen número de interesados en esa lengua o en acreditar que la hablan. Además, debe existir un estándar que fije cuáles son las competencias mínimas para tener ciertas referencia sobre el nivel del hablante. Por ello, en el año 2001 se elaboró el Marco de referencia europeo con el objetivo de ofrecer una base con la que orientar los programas de enseñanza, los exámenes o los manuales de los idiomas.

¿Por qué elegimos aprender un idioma en lugar de otro?

La cuestión del certificado de idiomas desvirtúa esta pregunta sobremanera. A menudo se suele decir que estudiar idiomas es útil porque abre muchas puertas. Pero esta es tan solo la visión más reduccionista del aprendizaje de una lengua. Cualquier hablante puede interesarse por aprender una segunda —o tercera, o enésima— lengua por razones muy diversas, entre las que se encuentra, por ejemplo, el factor cultural. Otras veces aprendemos una lengua por cuestiones de cercanía, o por todo lo contrario: en las escuelas de la Comunidad de Madrid no se oferta la enseñanza de portugués, gallego, euskera o catalán; la más cercana es el francés, y se asoma tímidamente como segunda lengua extranjera. Es decir, en este caso el aprendizaje de una lengua depende del número de hablantes potenciales con los que se pueda hablar. Este puede ser uno de los motivos por los que el número de estudiantes de español está incrementando cada vez más; según el informe El español: una lengua viva del año 2017, «el grupo de usuarios potenciales de español en el mundo (cifra que aglutina al grupo de dominio nativo, el grupo de competencia limitada y el grupo de aprendices de lengua extranjera) supera los 572 millones». También según datos de dicho informe, hay más de 21 millones de personas que estudian nuestra lengua fuera del mundo hispánico. Y el número, según parece, irá incrementando, puesto que no es raro encontrar titulares como este: «El español se vuelve materia obligatoria en las primarias chinas» (Noticieros Televisa, 9/11/2017).

¿Por qué se decide implantar el español como lengua obligatoria en China? Principalmente, por una cuestión de perspectiva global; la lengua española es la segunda del mundo en número de hablantes nativos; este parece ser un aliciente para aprenderlo. Desde luego, no se trata de una cuestión propiamente española, sino hispanoamericana; España, con más de 42 millones de hablantes nativos, es el cuarto país en hablantes de dominio nativo de español, por detrás de Argentina (43 millones), Colombia (48 millones) y México (119 millones). Es decir, la demografía del español es la que incita a estudiarlo por la posibilidad de comunicarse con un mayor número de personas. Este asunto es muy discutible, puesto que reducir un idioma al aspecto demográfico resulta ciertamente utilitarista. Del mismo modo que en España está creciendo el interés por el chino mandarín. ¿Y creen que es por pasión o interés hacia las lenguas aislantes? Ojalá fuera así en todos los casos. Pero parece que, en lo que respecta al aprendizaje de idiomas, las razones sobrepasan lo lingüístico.