Las palabras también pueden ser vagas
La vaguedad es una propiedad que no solo nos afecta a las personas. La teoría semántica se ha encargado de demostrarnos que, en efecto, hay términos vagos, imprecisos, que aportan poca información cuando los usamos. Es decir, el uso de ciertas palabras «vagas» supone un esfuerzo añadido en el procesamiento de la información que debe hacer el interlocutor. Ahora bien, ¿a qué nos estamos refiriendo exactamente con esto de las «palabras vagas»?
Antes que nada, es preciso mencionar que la vaguedad es un fenómeno lingüístico de designación, no de significación. Por este motivo, decimos que un término es vago no por sus significados, sino por los límites y la extensión de esa palabra. Un ejemplo evidente es el del adjetivo calvo; la vaguedad del término no estriba en los significados del adjetivo, sino que redunda en cómo se puede aplicar esa palabra en función del referente.
Cuestión de límites
Porque, ¿cuánta cantidad de pelo hay que tener para considerar que alguien está calvo? Por lo general, diríamos que se puede aplicar tanto a personas con la cabeza afeitada como a aquellas que presentan coronilla o entradas, pero eso variará según el criterio del enunciatario —es decir, del que profiere el enunciado—. Lo mismo ocurrirá si decimos Mi tío es rico. No hay duda de que el adjetivo rico alude a aquella persona que posee riquezas —por eso la vaguedad no es un fenómeno de significación—, pero no nos queda tan claro cuán rico puede ser, en comparación con qué o quién, o cuál es el límite a partir del cual se considera que una persona es rica.
Es por ello por lo que M. V.ª Escandell Vidal (2007) asegura que «la vaguedad se traduce, a efectos prácticos, en la dificultad para encontrar límites definidos a la extensión de un término, esto es, en la dificultad de poder determinar con absoluta precisión si un determinado elemento puede englobarse o no en dicho elemento» (p. 50).
Una vez acotada, de forma sucinta, la definición de vaguedad, merece la pena ver una serie de enunciados que ilustran cómo, en el lenguaje cotidiano, nuestras palabras son más vagas de lo que pensamos. Para ello, nos vamos a servir de algunos ejemplos extraídos del CREA:
(1) Los dos guaruras eran de mediana edad, corpulentos y tranquilos (Arturo Pérez-Reverte, La reina del sur, 2002, CREA).
(2) […] y con ellos un hombre de edad, grueso, calvo y bien afeitado que olía a masaje facial. (Eduardo Mendoza, La verdad sobre el caso Savolta, 1994, CREA).
Estos dos ejemplos sirven para ilustrar hasta qué punto un término puede ser preciso a la hora de describir al referente. Cuando decimos que alguien es de mediana edad, en realidad podemos referirnos a que esa persona tiene entre 25 y 50 años, según el caso. De este modo, podemos decir que la expresión es vaga, por cuanto no especifica con exactitud la edad del referente. Es decir, se trata de un problema de extensión de la palabra. O dicho de otro modo: de cuánto puede abarcar una palabra y cuáles son sus límites.
Un adjetivo para dominarlos a todos
Lo mismo ocurre con los casos de grueso, calvo o corpulento, pues los tres términos permiten establecer una escala gradual mediante la cual habrá personas a las que llamaremos gruesas con 70 kg —si miden, por ejemplo, 1,50 m— o con 150 kg. Por consiguiente, el uso de un adjetivo como este acarrea que metamos en el mismo saco a personas de muy diferente complexión, pero reunidas todas bajo el adjetivo grueso o gruesa.Es más, cada lector puede tener en su mente una imagen mental de persona gruesa, calva o corpulenta que puede diferir del de otra. Una solución a esto sería, quizá, acabar con el principio de economía del lenguaje y reformular los enunciados anteriores:
(1a) Los dos guaruras tenían 32 y 43 años, respectivamente; eran corpulentos, es decir, de 1,90 m y 1,94 m, y con un peso estimado de 96 kg y 95,4 kg, respectivamente. Además, parecían ser tranquilos, pues no se les conocía ningún trastorno obsesivo compulsivo ni hiperactividad.
(2a) […] y con ellos un hombre de 47 años, con un índice de masa corporal superior a 28, sin un solo pelo ni en la cabeza ni en la cara —a excepción de las cejas y las pestañas— que olía a masaje facial.
Como se puede observar, ambos ejemplos los podríamos llevar ad absurdum con tal de ser más específicos y hacer descripciones más exhaustivas de los personajes. Sin embargo, se debe tener en cuenta que la vaguedad es una característica propia de las lenguas. Como asegura Gutiérrez Ordóñez (1992), el fenómeno «deriva de las fronteras borrosas que posee la clase designativa de los signos de las lenguas naturales» (p. 143). A partir de ahora, cuando usemos ciertos adjetivos, andaremos con pies de plomo para que nuestras palabras no sean excesivamente vagas. Aunque es posible que, en realidad, nuestras palabras solo sean una simple extensión de nuestra persona.
Referencias bibliográficas:
Escandell vidal, M. V. (2007). Apuntes de semántica léxica. Madrid: UNED.
Gutiérrez Ordóñez, S. (1992). Introducción a la semántica funcional. Madrid: Síntesis.
Gutiérrez Ordóñez, S. (2002). De pragmática y semántica. Madrid: Arco/Libros.
Real Academia Española: Banco de datos (CREA) [en línea]. Corpus de referencia del español actual. <http://www.rae.es>.
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